Y así…
Escuché alguna vez del dolor de ser padre,
pero con honestidad jamás pensé que lo llegaría a experimentar. Siempre viví
para ser un ejemplo del que se sintieran orgullosos, alguien digno de sus
miradas, de sus sonrisas…, digno de imitar. Esa ilusión se desvaneció de golpe
en los últimos años… “debiste haber muerto tú, queremos a nuestra mamá de
vuelta…”
A
los veintiún años me enteré que nacería la hermosa Paola, y poco después seguiría
el imponente Cristian. Y los eché adelante contra viento y marea, contra la
mala sangre, el exceso de odio y la carencia de amor, comprensión y leche. Por
error o por fortuna juntos construimos una isla, esta carecía de puentes que
más adelante íbamos a necesitar.
Fui vendedor en tiendas, instalé extintores
de incendio, fui maestro de escuela, pinté rejas. Talé patios, vendí libros
puerta por puerta, también vendí seguros, trabajé en oficinas, y también vendí
mis sueños. Nunca me importó, ser padre era mi causa. Después de todo, yo nunca
tuve uno, al menos que se pareciera a mí. Con todo y a pesar de todo, también
jugué, fui a las canchas, a Culebra y a la iglesia. Ellos (mis hijos) quizás
fueron los campistas más jóvenes. También dimos la vuelta a este hermoso país
más de una vez, y soñamos con más. Juro que siempre lo intenté.
Los llevamos a estudiar a colegios,
compramos una casa y un carro sin poder. Ya no todo era sonrisas, hubo gritos,
falta de tiempo, tensión y llanto. Nevera vacía, cuentas sin pagar, cortes de
agua y luz. Es cuando se comienza a escuchar la estridente frase… “no hay
chavos, no se puede”. Y se repetía el llanto y los gritos mientras que en
el teatro de la felicidad me empecé a convertir en el ogro.
Sin darme cuenta, pero muy consciente (la
contradicción de mi vida), subsané la percepción de personaje obscuro comprando
y prometiendo cosas. Funcionó por un tiempo, fui un papá “cool” y el marido perfecto.
La enfermedad no llegó infiltrada, como
suele suceder con algunas. Todo ocurrió de prisa, como cuando te golpeas el
dedo pequeño del pie con alguna esquina. Primero fue una artritis reumatoide
que inmovilizó la mamá de los chicos. Sí, porque también fui esposo, y nunca
fallé. Era una de esas áreas en las que tampoco me permití imitar a mi papá…
Manos, pies y rodillas. Cantidad de veces
la montaba en su guagua, le ponía el cinturón y la palanca de cambios en
“drive” para que llegara a su trabajo. Allí alguien la ayudaba a bajar del auto
y a subir las escaleras hasta su oficina. De repente la “manchita” que un médico
amigo nos mencionó como inofensiva se convirtió en aquel monstruo cancerígeno
que terminó arrasando con su vida.
Siempre estuve allí, siempre procuré dar lo
mejor de mí, así lo había jurado. Fue un
duro proceso, ella luchó cual guerrera y se aferró a la vida cuantas veces
pudo. Nos despedimos varias veces, en muchas de ellas ya le era yo un
desconocido. Un día despertó de su letargo y canto su ultimo canto, una
despedida, su adiós...
Y la soledad me abrazó muy fuerte, aunque
ya éramos viejos conocidos. Quise creer que iba a ser definitivo, pienso que hasta
me lo propuse y mis hijos disfrutaron de aquellos días. Playa, salidas y
viajes. Huía de la soledad amiga, mientras inventaba una manera de reducir el
dolor de mis hijos. Ciertamente su pérdida era mayor que la mía. Por mi parte,
experimentaba una sensación de cansancio extremo, algo así como una
deshidratación de espíritu. Una especie de distrofia en el musculo del corazón,
tenía el deseo que se moviera pero no me hacia caso. Una amiga me dijo una vez,
“verás que amarás otra vez, corazones como el tuyo no saben hacer otra cosa…”.
Como Pedro, lo negué tres, cuatro veces.
Finalmente llegó el amor de forma
repentina, disfrazado de una segunda oportunidad y envuelto en una eterna
sonrisa. Pensé en aquel comentario profético, y no lo dejé pasar. Claro que los
chicos no lo entenderían, no lo perdonarían. Tampoco la iglesia, mis compañeros
de estudio, mentoras en asuntos de la
psiqué: “no lo esperábamos de ti”, “te agarraste a la primera rama, “a solo
tres meses”, “son momentos de vulnerabilidad”, “debieras esperar”, “te das
cuenta de quién es…”.
En fin, descubrí de la manera más complicada que para
muchos la felicidad es un perro realengo que patear, o que dan de comer por
pena. Que solo unos pocos ven lo que hay tras los golpes, las pulgas, la sarna
y el sucio…y lo hacen suyo.
Justo cuando decidí buscar la Felicidad
(mayúsculas intencionales), se deshizo la admiración que generó sobre mí la
historia del esposo abnegado y el padre sacrificado. Fue entonces cuando nació
la leyenda urbana del padre que se enamoró de la mamá de la novia de su hijo…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario