Piensa

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martes, 10 de diciembre de 2013

Y así...


Y así…

Escuché alguna vez del dolor de ser padre, pero con honestidad jamás pensé que lo llegaría a experimentar. Siempre viví para ser un ejemplo del que se sintieran orgullosos, alguien digno de sus miradas, de sus sonrisas…, digno de imitar. Esa ilusión se desvaneció de golpe en los últimos años… “debiste haber muerto tú, queremos a nuestra mamá de vuelta…”
 A los veintiún años me enteré que nacería la hermosa Paola, y poco después seguiría el imponente Cristian. Y los eché adelante contra viento y marea, contra la mala sangre, el exceso de odio y la carencia de amor, comprensión y leche. Por error o por fortuna juntos construimos una isla, esta carecía de puentes que más adelante íbamos a necesitar.
Fui vendedor en tiendas, instalé extintores de incendio, fui maestro de escuela, pinté rejas. Talé patios, vendí libros puerta por puerta, también vendí seguros, trabajé en oficinas, y también vendí mis sueños. Nunca me importó, ser padre era mi causa. Después de todo, yo nunca tuve uno, al menos que se pareciera a mí. Con todo y a pesar de todo, también jugué, fui a las canchas, a Culebra y a la iglesia. Ellos (mis hijos) quizás fueron los campistas más jóvenes. También dimos la vuelta a este hermoso país más de una vez, y soñamos con más. Juro que siempre lo intenté.
Los llevamos a estudiar a colegios, compramos una casa y un carro sin poder. Ya no todo era sonrisas, hubo gritos, falta de tiempo, tensión y llanto. Nevera vacía, cuentas sin pagar, cortes de agua y luz. Es cuando se comienza a escuchar la estridente frase… “no hay chavos, no se puede”. Y se repetía el llanto y los gritos mientras que en el teatro de la felicidad me empecé a convertir en el ogro.
Sin darme cuenta, pero muy consciente (la contradicción de mi vida), subsané la percepción de personaje obscuro comprando y prometiendo cosas. Funcionó por un tiempo, fui un papá “cool” y el marido perfecto.

La enfermedad no llegó infiltrada, como suele suceder con algunas. Todo ocurrió de prisa, como cuando te golpeas el dedo pequeño del pie con alguna esquina. Primero fue una artritis reumatoide que inmovilizó la mamá de los chicos. Sí, porque también fui esposo, y nunca fallé. Era una de esas áreas en las que tampoco me permití imitar a mi papá…
Manos, pies y rodillas. Cantidad de veces la montaba en su guagua, le ponía el cinturón y la palanca de cambios en “drive” para que llegara a su trabajo. Allí alguien la ayudaba a bajar del auto y a subir las escaleras hasta su oficina. De repente la “manchita” que un médico amigo nos mencionó como inofensiva se convirtió en aquel monstruo cancerígeno que terminó arrasando con su vida.
Siempre estuve allí, siempre procuré dar lo mejor de mí, así lo había jurado.  Fue un duro proceso, ella luchó cual guerrera y se aferró a la vida cuantas veces pudo. Nos despedimos varias veces, en muchas de ellas ya le era yo un desconocido. Un día despertó de su letargo y canto su ultimo canto, una despedida, su adiós...

Y la soledad me abrazó muy fuerte, aunque ya éramos viejos conocidos. Quise creer que iba a ser definitivo, pienso que hasta me lo propuse y mis hijos disfrutaron de aquellos días. Playa, salidas y viajes. Huía de la soledad amiga, mientras inventaba una manera de reducir el dolor de mis hijos. Ciertamente su pérdida era mayor que la mía. Por mi parte, experimentaba una sensación de cansancio extremo, algo así como una deshidratación de espíritu. Una especie de distrofia en el musculo del corazón, tenía el deseo que se moviera pero no me hacia caso. Una amiga me dijo una vez, “verás que amarás otra vez, corazones como el tuyo no saben hacer otra cosa…”. Como Pedro, lo negué tres, cuatro veces.
Finalmente llegó el amor de forma repentina, disfrazado de una segunda oportunidad y envuelto en una eterna sonrisa. Pensé en aquel comentario profético, y no lo dejé pasar. Claro que los chicos no lo entenderían, no lo perdonarían. Tampoco la iglesia, mis compañeros de estudio,  mentoras en asuntos de la psiqué: “no lo esperábamos de ti”, “te agarraste a la primera rama, “a solo tres meses”, “son momentos de vulnerabilidad”, “debieras esperar”, “te das cuenta de quién es…”. 
En fin, descubrí de la manera más complicada que para muchos la felicidad es un perro realengo que patear, o que dan de comer por pena. Que solo unos pocos ven lo que hay tras los golpes, las pulgas, la sarna y el sucio…y lo hacen suyo.

Justo cuando decidí buscar la Felicidad (mayúsculas intencionales), se deshizo la admiración que generó sobre mí la historia del esposo abnegado y el padre sacrificado. Fue entonces cuando nació la leyenda urbana del padre que se enamoró de la mamá de la novia de su hijo… 

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